Con un cuerpo en guerra consigo mismo, el cáncer no sólo invadió a Aimee Naomi Arrellano, sino que se le ocultó.
Arrellano, criada en Reno, Nev., nunca planeó ser una luchadora, pero la vida no le dejó un camino sin obstáculos. Por eso es que estudiar en la universidad no fue el siguiente paso más obvio para ella. Sino, era un sueño lejano.
“No sentía que tenía otras opciones”, ella dijo. “No crecí con personas que fueron a la universidad, así que soy la primera en mi familia”.
La joven encontró su camino en la Universidad de Nevada, Reno (UNR, por sus siglas en inglés), especializándose en el periodismo y las comunicaciones, con enfoque en las noticias y la radiodifusión. Este mundo la emocionaba por la idea de poder contar historias y tener un impacto. Pero justo cuando sus sueños comenzaban a tomar forma, el libro de su vida cambió a un capitulo que ella nunca esperaba.
Todo comenzó de manera silenciosa, casi imperceptible, con una picazón leve que más molesta que cualquier otra cosa. El brote no desapareció. Al contrario, creció, extendiéndose por todo su cuerpo y quemando debajo de su piel. Durante su segundo año universitario, en el 2022, se suponía que Arrellano crearía recuerdos con amigos y empezaría a desarrollar su futuro. Sin embargo, ella se encontró atrapada en un ciclo de incomodidad constante.
“Estuve cambiando productos. Evitando los perfumes, cambiando de jabones”, comenzó a describir Arrellano. “Fui a alergólogos, dermatólogos, incluso a mi médico de cabecera. Me decían que ‘probablemente era el aire seco de Nevada’ o que era ‘algún producto que estaba usando’. Pero nada funcionaba”, recordó.

Los médicos le recetaron pastillas para la alergia, y no sólo una, sino tres diferentes cada día. Probó esteroides, medicamentos para la ansiedad e incluso pastillas para dormir cuando la picazón la mantenía despierta. Nada mejoraba su situación. Su vida se convirtió en un constante juego de adivinanzas, tratando de evitar desencadenantes que ni siquiera entendía.
“Constantemente pensaba en ello”, dijo. “No era sólo una picazón; era una prisión. No podía concentrarme en clase, no quería salir y cada vez que me miraba al espejo, sentía que estaba perdiendo el control de mi propio cuerpo”.
En marzo 2024, a Arrellano le apareció otro síntoma: una tos profunda, húmeda, que se negaba desaparecer. Al principio ella pensó que era otro resfriado, pero esto fue diferente. La tos era espesa, a veces, teñida de sangre.
Cuando Arrellano mencionó la tos durante una consulta rutinaria, le mandaron hacer una radiografía sólo por precaución. Ella no le puso mucha atención porque ya estaba acostumbrada a que los médicos no encontrarán nada.
Esta vez encontraron algo: una sombra en su pecho. Como seguimiento la enviaron hacer una tomografía. Y, mientras esperaba los resultados, Arrellano notó la formación de un bulto en su cuello. Fue entonces que comenzó a sentir el miedo.
“Recuerdo que intentaba prepararme mentalmente”, dijo ella. “Como si en el fondo supiera que era cáncer. ¿Por qué siguen enviándome a hacer más pruebas”?

Una biopsia del bulto resultó ser inconclusa, pero una tomografía por emisión de positrones reveló la verdad: linfoma de Hodgkin, etapa 2. Cáncer.
Según la Fundación Nacional para Colegiados con Cáncer, cada año uno 89,000 mil personas entre las edades de 15 y 39 son diagnosticados con este mal. Uno de cada 100 estudiantes universitarios es sobreviviente de cáncer. A nivel local, la organización My Hometown Heroes le ofrece recursos y becas a estudiantes de UNR con cáncer, ya que pocos programas se enfocan en jóvenes de esta edad con cáncer.
A pesar de la noticia, en ese momento, Arrellano sintió alivio.
“Finalmente, alguien sabía que me pasaba”, dijo. “Pero era la peor respuesta que podría haber imaginado”.
Los médicos le dijeron que era un “buen” tipo de cáncer para tener, el linfoma Hodgkin, al ser altamente curable. Por lo tanto, Arellano no se sintió afortunada, sino asustada. Su vida se volteó de la noche a la mañana, y la universidad pasó a segundo plano. En lugar de estudiar para exámenes, se preparaba para la quimioterapia, unas 12 sesiones agotadoras.
“Comencé la quimioterapia el 1 de agosto de 2024”, recuerda. “Intentaba mantenerme positiva. La gente decía: ‘eres fuerte. Lo superarás.’ Pero ellos no eran los que perdían su cabello, los que sentían como su cuerpo se debilitaba”.
Las primeras sesiones fueron una pesadilla. Náusea, fatiga, un dolor constante que se instalaba en sus huesos. Pero lo peor era la espera. El esperar a que su cuerpo respondiera. Esperar que su quimioterapia mostrara que ese veneno estaba funcionando.
Para la octava sesión, el cáncer seguía allí. Resistente. Implacable. Sus médicos contactaron a especialistas de la Universidad de California San Francisco, desesperados por un nuevo plan. Fue entonces cuando introdujeron la inmunoterapia, un tratamiento que no sólo envenenaría el cáncer, sino que entrenaría al su propio sistema inmunológico de Arrellano para atacarlo.
“Pensé, tal vez eso funcioné. Tal vez esta sea la solución”, ella dijo.
Pero los efectos secundarios serían aterradores. La inmunoterapia podría hacer que su sistema inmunológico ataqué a los órganos sanos. Arrellano se vio obligada a firmar formularios de consentimiento que advertían sobre las complicaciones potencialmente mortales. Pero en ese momento, no tenía otra opción. Era un riego que debía asumir.

Y aunque la inmunoterapia ayudó, no fue suficiente. Su equipo médico le recomendó un trasplante de médula ósea, un último recurso. El plan estaba establecido. Viajaría a San Francisco en mayo 2025, pasando al menos un mes y medio allí, sometiéndose a quimioterapia de alta dosis y al trasplante.
Para Arrellano, el cáncer no ha sido sólo una batalla contra la enfermedad ha sido una lucha por su sentido de identidad. La universidad, que una vez fue su refugio, se convirtió en una fuente de dolor. Ver a sus amigos graduarse, avanzar y lograr sus sueños, es como ver su vida pasar de largo.
“Me quedaba un semestre. Sólo uno”, dijo, con la voz entrecortada. “Y en lugar de eso, estaba atrapada. Sentía que me estaba quedando atrás.”
Pero por mucho que el cáncer le haya quitado, también le ha mostrado quién es. Le ha enseñado a luchar, incluso cuando la lucha parecía imposible. Además, le reveló las crestas en un sistema de salud que casi la dejó perder.
Arellano es más que una sobreviviente. Es una luchadora, una estudiante, una y una joven que se negó a ser definida por su enfermedad. Algún día, se sentará frente a una cámara, compartiendo las historias de otros. Y cuando lo haga, sabrá mejor que nadie cuánta fuerza se necesita para hacer que su voz se escuche.